Crítica
FANTASIA A LA MEMORIA DE MI PADRE
“Quién sabe; puede que la vida sea
la muerte, y la muerte, la vida”.
Eurípides
Cuando se ha visto la lenta desintegración, el declinar espiritual del ser amado, la materia aparenta la sola maestra eterna de la vida.
Más allá, nada. “Sólo el hombre oye al hombre –murmura el poeta- no hay puentes ni senderos sobre el piélago azul”.
Viene la Separadora de los Amigos, cumple su obra inexorable, y recién comprendemos la trágica grandeza de existir.
Los primeros días después de su partida, el mundo aparecía yerto.
¿Qué sentido tenía la vida sin El?
Para el teólogo, para el filósofo, para el intelecto frío, es justo que así sea. Se admite la caducidad del ser.
Para el hombre que sufre, para el hijo, no. Tiene la muerte enigma que nunca llegamos a entender.
Es absurdo pensar que el fenómeno físico de la persona no tenga fin, pero más lógico parece, al angustiado, que haya cesado de latir el corazón paterno.
Del padre que resume toda sabiduría en el ciclo biológico. Porque es aire vital para la criatura, fuego deslumbrante para el niño, mar insondable para el joven, tierra firme y misericordiosa para el varón duro.
¿Dónde está la noble cabeza de rasgos seductores? ¿Cómo se apagó su inteligencia lucidísima? ¿Por qué cesó el hechizo de esa sensibilidad siempre despierta, hecha al deslumbramiento de las horas?
Hay un instante en que la razón vacila. Y piensa:
-No fue el ardiente predicador de Hipona quien dijo la verdad. Es el solitario de Nishapur: goza el día presente, lo demás no existe.
Queremos creer, pero la experiencia cercana lo impide. El que se aleja puede destruir la fe de los que quedan. Nada permanecerá. Todo se va, perece. Si el mundo, afuera, nos parece yerto, el alma, adentro, se recoge en sombras. Sólo aguarda el abismo.
No hay misterio más hondo que la disolución del ser vivo. Dígalo el desconsolado que sufre su carga de relámpago.
Pero pasan los días, cede la angustia. El tiempo con maravilloso poder de plasticidad, sacude el espíritu y la piedad cristiana nos devuelve al buen camino. Hay otra existencia, resucitarán los cuerpos, volveremos a vernos. Un bello sueño de esperanza nos redimirá del dolor que agobia. Hay vida futura.
No temas, no desesperes. Porque el fin del Nacimiento es Muerte, el fin de la Muerte es Nacimiento. Tal es la ley.
I
Mi padre no se fue. Está en nosotros, más fuerte en el recuerdo que en su cálida existencia.
Cierto que no pudimos acordar en la marcha diaria, porque nos forjaron en cuños diferentes. Pero nadie lo quiso ni comprendió mejor, precisamente por la polaridad de caracteres. Fui hijo, amigo, antagonista. Por encima de las desinteligencias transitorias, su más leal admirador.
El era un sol para mí. Quemante a veces, heridor, mas siempre sabio y perfecto. Varón de claridades.
Ahora mismo, mientras escribo estas páginas en la soledad de mi estudio, siento sus pasos tranquilos; lo veo entrar animoso, risueño, con su clavel jaspeado en el ojal; con esos ojos verdes chispeantes de vida; desflorando una sonrisa bajo el bigote cano, mientras la voz amada resuena cordial:
-¡Joven, trabajando un poco!
Y lo encuentro también a cada instante, en todas partes, en el café, en la calle, a la puerta de los clubs donde reinaba con señorío indiscutible; al pasar por bancos y ministerios; en los sitios habituales donde se erguía su silueta inconfundible.
Hablo con El en los momentos de duda. Sé su respuesta aunque no la escuche. Tal vez hasta nos entendemos mejor porque cuanto el amor propio esconde en el diálogo de las ideas, brilla puro y sencillo a través del monólogo del afecto.
Y soy fabulosamente rico, pues tengo el amigo inextinguible. El primero que doró mi infancia, el último que sostendrá mi vejez.
2
“El modo cómo el espíritu se ensalza con el cuerpo, es profundamente admirable e incomprensible para el hombre; y ese enlace en el hombre mismo” –dice San Agustín.
Fue mi padre varón armonioso, si por armonía se entiende la salud corporal, la buena presencia, combinadas con el ánimo jovial que encierra todas las virtudes del carácter. Inteligencia y simpatía fueron sus rasgos dominantes. Alto no, Bien plantado, tampoco. Mas una elegancia innata de porte que daba relieve a su figura. Para compensar la baja estatura, un rostro noble, varonil, que irradiaba seducciones. Ignoro, todavía, qué era lo más seductor en El: los ojos verdes, vivaces de alegría; la sonrisa florecida de bondad; la voz bien timbrada, cálida de comprensiones. O era mas bien el conjunto de los rasgos físicos, bajo una frente alta, espaciosa, que sombreaban las cejas rotundas. Era la suya una cara sagaz. Recuerdo esa mirada inteligente que se adelantaba a la palabra. El modo de ver, de apreciar, de enfocar los problemas. La manera sutil de alegrar a los demás. Su firmeza para la discusión, sin ofender al interlocutor. Su habilidad para aproximar puntos contrarios. Había un juego plástico tan convincente entre la voz persuasiva, la sonrisa insinuante, y los ojos entrecerrados fugazmente, que nadie pudo escapar a la suave influencia de su palabra.
Era el perfecto hombre de mundo y el amigo perfecto.
No sé por qué extraña conjunción de dones físicos con inmateriales cualidades, su presencia irradiaba confianza y alegría. Tuvo algo mejor que el talento: la virtud de ganar corazones para siempre.
Mejor ciudadano no lo hubo, caballero más gallardo tampoco. Fue príncipe del bien decir, monarca de la palabra escrita. Serio y travieso alternativamente, tejió deberes y placeres con gracia inimitable.
Era un encantador.
Y en Madrid o en París, en Wáshington o en Buenos Aires, en Santiago, en Lima o en La Paz, no son pocos los que recordándole pensarán:
-¡Don Eduardo! Como hombre productivo, impar. Como administrador de vida, sin igual.
3
“Si lo supieran en el desierto, sólo, sin recursos, a los diez minutos estaría enseñando a los árabes el arte de pasar agradablemente el tiempo” –decía un amigo.
Esa extrema sociabilidad hacía de su figura centro y nervio de toda reunión. Sabia inquietar a las mujeres y apaciguar a los hombres. Gran conocedor de la naturaleza humana, utilizaba el registro preciso para manejar a cada cual. Supo la ciencia de discutir sin encenderse. Su voz dominaba por gama variadísima de inflexiones. En las recepciones diplomáticas, en los centros sociales, en la intimidad del hogar, fue rey de la palabra. Era una delicia oírle y aprender de sus labios esa ciencia profunda del vivir que sólo fluye de una gran y rica experiencia.
Fue el “homo mundanus” en su máximo esplendor. Sabía el valor de un billete y la oportunidad de una sonrisa. Hacía las cosas tan finamente que desarmaba voluntades. Y ese innato señorío de mando se manifestaba por una precisión veloz de la idea, por una vibración musical en el lenguaje.
Habla exquisita la suya, como llave de oro que abre las puertas del mundo.
4
Sostiene Platón que ninguna cosa humana es digna de una gran premura.
Mi padre, varón egregio, llevó la suya con ritmo señorial. Activo, emprendedor, infatigable, diversificó y extendió su quehacer como pocos. Mas todo lo hacía sosegadamente, sin precipitaciones inútiles.
Impusóse una férrea disciplina que sujetaba su temperamento versátil. Tuvo un método de vida y otro de trabajo que le permitieron conciliar los goces de la existencia con los deberes de productividad. Un orden admirable presidía su gabinete: papeles, cuentas, objetos. Los cuadros debían estar siempre rectos, las cosas en su lugar. Nadie llevó mejor el inventario de su vida. Su archivo epistolar y su vasta colección de recortes periodísticos no tienen paralelo.
Tuvo varias casas, muchas oficinas. Todas recibieron la impronta de su genio organizador. Limpieza, orden y buen gusto le acompañaban.
La sabia distribución de las horas, el trabajo meticuloso, una tenacidad ejemplar para terminar lo empezado, fueron sus maestros.
Esa excelente admiración de sus energías, ese domino de la economía vital, le permitieron llegar joven a la vejez. Y a los 74 años de edad soñaba con ser senador, con un viaje a España, o con aceptar la responsabilidad de cualquiera empresa comercial que se le presentara.
Nunca rehuyó tarea ni deber por arduos que fueran. Si el hombre se mide por su capacidad para vencer obstáculos. El fue mariscal para el riesgo y almirante de rendimiento.
5
Mi padre hallaba el mundo siempre rico, interesante, ennoblecedor.
Aun en trances penosos jamás perdió la confianza en Dios ni en sus propias fuerzas. Un viril optimismo movía sus pasos. Ni enfermedad, ni contrastes morales, ni penurias económicas quebrantaron su espíritu.
Esta fue su virtud esencial, la flor de su carácter:
Saber transmitir calma y confianza a los demás.
¿Enemigos? No los tuvo. Emulos muchos. El nunca supo de odios ni venganzas. Fue bueno en el sentido profundo del término. Altivo en el infortunio, suave y sagaz en bienandanza, demasiado inteligente para sumirse en el rencor.
Aceptó las pruebas a que lo sometió la Providencia, sin proferir queja. Mi mayor admiración fue verlo pasar de la cumbre al filo del abismo, con el paso sereno, con la sonrisa confiada del hombre noble.
Dormía ocho, nueve horas diarias, aun a edad avanzada. ¿No era señal de conciencia en paz, de confianza en el Hacedor y en la vida?
Cada día era para El una aventura, cada hora una experiencia inédita. Tuvo de artista y de cachivachero; un acierto increíble para descubrir la joya, el objeto, el disparate primoroso. Las prendas más humildes ganaban a través suyo prestancia y esplendor. Entusiasta y animoso, no fue esclavo del destino sino su señor natural.
Y a veces espoleaba sus corceles peligrosamente, porque no satisfecho con las excelencias del hombre equilibrado, quería saborear también los vinos pérfidos del varón de temeridades.
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Amó a la juventud porque sentíase integrado en ella. No conoció abrigo, vitaminas ni específicos. Pudo trasnochar con hijos y nietos de sus amigos de infancia.
Filósofo a la manera de Khayyam, no le importaba el día que se fue ni el que vendrá; sólo se ocupaba del día presente.
La frescura de su alma corría pareja con su vigor somático. Detestó la palabra “viejo” porque todo El era una afirmación de juventud.
Un fulgor de aurora en la mirada, un aura matinal en el ingenio. Comió, bailó y se enamoró hasta los 74 con avidez de cachorro. Ni penas ni triunfos le quitaron el sueño.
Y demostró que la palabra “joven” es un estado de ánimo.
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Saber ganar, saber perder ¿no son el instrumento para medir la temperatura moral del hombre?.
Encumbrado, nunca se le vió engreído. Olvidado, no perdió su orgullo de gran señor. El triunfo –y tuvo muchos- no lo perdió; los contrastes –y no fueron pocos- tampoco. Sabía conservar su buen sentido, su natural dignidad aun en los trances más apurados.
Mi padre supo vencer, supo perder. Ganó la prueba decisiva del carácter: acertar o errar con alma templada.
Los hados le fueron por lo general propicios, a no ser en las mesas de juego, donde invariablemente la fortuna le volteaba espaldas.
Guerrero sin descanso, todo lo ganaba con su esfuerzo, lo perdía todo por un deseo o un capricho.
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No suelen darse en una sola persona el hombre productivo y el que sabe gozar de la vida. Mi padre fue la excepción.
Varón de tanto rendimiento no conocí, ni tampoco sensibilidad más alerta al buen vivir.
Su obra vasta, rica y diversa es ignorada. Periodista desde la adolescencia, fundó diarios y revistas: El ESTUDIANTE, LA TARDE, EL COMERCIO, EL DIARIO. Escribió miles de versos y de crónicas en periódicos y semanarios del país, de Europa, de las tres Américas. Las dos mejores revistas que tuvo Bolivia fueron creación suya: LITERARIA y ARTE Y ATLANTIDA. Desterrado en la Argentina, a los 65 años, editó y mantuvo PAN-AMERICA, revista de asuntos internacionales. Treinta libros publicó: 10 de poesía, 12 de cuestiones internacionales, 2 de prosa literaria, 4 didácticos, 1 de polémica y otro de memoriales.
Fue excelente funcionario público, diplomático y estadista. Sin contar los cargos subalternos, llegó a ser oficial mayor, alcalde, prefecto, subsecretario, asesor, plenipotenciario, ministro de estado, embajador y cinco veces canciller de la república.
Representó con brillo y eficacia al país en Inglaterra, Francia, España, Estados Unidos, Cuba, México, Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Paraguay. Terminó los pleitos de límites de la nación, Hizo la paz del Chaco. Suscribió diez tratados internacionales. Creó la doctrina de Neutralidad Marítima que lleva su nombre. La mitad de sus obras defienden los derechos de Bolivia y su reintegración marítima. Su “opus magna” EL PROBLEMA CONTINENTAL sirvió de alegato ante la Liga de Naciones. Educó a varias generaciones de diplomáticos y políticos, con su propio ejemplo de jefe recto y laborioso. Fue buen catedrático. Miembro de muchas sociedades científicas y culturales del país y del exterior, poseía 16 grandes cruces y otras condecoraciones que atestiguan su valía intelectual.
Septuagenario ya, traduce un libro de versos del francés, compone la historia de EL DIARIO, colabora en la Enciclopedia Británica y escribe DE UN SIGLO AL OTRO, memorias de un hombre público, que es la auto-escultura del ciudadano y del artista.
Luis Fernando Guachalla es quien mejor ha visto su fuerte personalidad patricia, a través de este juicio perspicaz:
“Para Eduardo la patria era todo. La patria boliviana estaba en su mente, en su corazón, estaba en su sangre. La sirvió con honor y con esta mesura propia de su inteligencia tan equilibrada que tornaba tan sencillo para él cualquier sacrificio que, para otros, hubiese resultado penoso o imposible. Yo estuve a su lado en más de una labor de Cancillería y puedo atestiguar que nadie le superaba en talento, en sagacidad y en disciplina en el manejo de nuestras cuestiones internacionales”.
Un detalle significativo: sin formación universitaria pues no llegó a terminar sus estudios de abogado, sólo a base de investigación y meditación personal, El llegó a convertirse en uno de los primeros jurisconsultos del continente.
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¿Cómo pudo subsistir en el escrupuloso oficinista, en el gran trabajador, el poeta fino e inspirado?
Internacionalista, diplomático y literato su inteligencia actuaba simultáneamente por las tres venas.
Su estro lírico, sentimental, fluye con soltura. Fue insigne traductor de Mallarmé, Verlaine, Kipling, Bilac, Correa, Geraldy. Su versión del TOI ET MOI es exquisita, la del IF impecable.
Cantó la patria, el hogar, el paisaje natal con inspirado acento. Ensayó el poema épico con éxito. Su “MALLKU-KAPAJ” es pieza de alto valor. Supo amar, sentir y evocar el pasado con finura emotiva. Habrá poetas mayores el Bolivia, pero pocos le superan en delicadeza de expresión y en el manejo alado del idioma.
En sus POESIAS ESCOGIDAS hay joyas de antología.
Y es que el bardo es El, artista por temperamento, subyacía oprimido pero no callado por las urgencias del estadista y del mundano.
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Si para el sentimiento y su expresión tuvo primores de acuarelista, para el concierto humano fue maestro de taller.
En tierra donde todos se sienten luchadores enconados, mi padre buscaba la pacificación. Pasó por la política predicando unión y tolerancia. Sagaz acertador de voluntades. Amigo y consejero de varios presidentes.
Alma culta en el sentido profundo del vocablo, buscaba el bienestar general, la armonía de los espíritus.
Recuerdo una de sus más bellas frases: “Los enemigos se destruyen solos”.
Al escribir la historia de EL DIARIO, teniendo en sus manos de juzgador 50 años de vida nacional, fue justo con amigos y adversarios.
Concebía el arte de convivir no con las estridencias de los epígonos de Wagner, sino a la manera dócil y tranquila de un preludio de Bach.
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Supo ganar dinero como pocos y disiparlo como nadie. Varias fortunas se le fueron de las manos.
Tuvo casas, joyas, obras de arte. Recuerdo el billar barroco, la mejor pianola de su época, una cuadra de caballos de raza, su pasión por los automóviles de lujo, su biblioteca histórica y jurídica. Todo adquirido a plazos.
Estoy viendo un hermoso óleo, un casto desnudo de mujer que coronaba la biblioteca, adquirida en libras de oro. El famoso reloj de fantasía, primer premio en París, que dejaba estupefactos a los amigos. Sus cigarreras esmaltadas. Tantas cosas bellas, raras, que El ponía en circulación con refinamiento de “conoisseur”.
Hizo del crédito fuente inextinguible de bienestar. Fue el mejor cliente de los Bancos donde sentaba cátedra de puntualidad. Pagaba lentamente, pero pagaba siempre, abriendo nuevas cavidades para cerrar viejos agujeros. Y éste es el secreto por qué era el gran mago de los pagarés y las libranzas: cumplía aunque fuera poco a poco.
Otro se habría sentido prisionero de sus deudas. El no. Tomaba el dinero con elegancia y desprendimiento señoriales. Cuando había que gastar, a gastar; cuando no había, también. Sólo avaros y tontos guardan sus caudales.
Una época de bonanza, cuando yo le aconsejaba pagar sus créditos, me contestó con gracia:
-Hombre, si no me ocupo de mis deudas ¿de qué me voy a ocupar?
“Vamos a preguntarle a don Eduardo” –era una frase habitual. Y don Eduardo resolvía problemas propios y ajenos con inteligencia clarísima y experiencia consumada.
Alma altruísta, hizo culto de ayuda al prójimo. Caritativo aún en medio de reveses financieros, tuvo rasgos admirables de generosidad.
Cuando tuvo, repartió. Pasando apuros, se las compuso sólo. Y a despecho de ingratitudes y decepciones, siguió sembrado el bien por el bien mismo.
Era el hombre fino, de las altas culturas, que pone razón, justicia y entendimiento como centros inductores de conducta humana.
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Pero bondad natural no significa falta de carácter. Fue mi padre hombre resuelto, valeroso.
En el cumplimiento de su deber, intransigente. Como jefe comprensivo y exigente al mismo tiempo. Cierta vez buscó un ofensor para castigarle con un chicote, cosa que no hizo al verle acorbardado. Se batió a duelo en defensa de su honra. En la diplomacia, aunque representaba a nación pequeña y débil, tuvo rasgos de entereza en que se jugó entero. Como aquella vez que desafió al marquéz de Rojas por haberse expresado despectivamente de Bolivia. Aquella otra en que se negó a recibir una nota que pretendía devolverle un altanero canciller argentino amenazándolo con la ruptura de relaciones. Una tercera en que anunció “la rotura de los diques”, en plena conferencia panamericana, si no se escuchaba la demanda portuaria del país andino. Más aún: su hábil y firme conducción de las negociaciones de paz en la cuestión chaquense, primero con los neutrales en La Paz, luego en la Conferencia Continental en Buenos Aires, donde tuvo que acudir al peligroso recurso de anunciar el retiro de Bolivia y el consiguiente escándalo para vencer la intransigencia paraguaya y las retinencias de los Neutrales.
En política, en diplomacia, en periodismo, supo demostrar coraje sin llegar a la violencia. Tenía valor civil.
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Su vida transcurrió en viajes constantes, Habitó el viejo y el nuevo continente. Pero sabía el secreto de viajar con su patria y con su tienda: las llevaba dentro.
Tan pronto como llegaba a una ciudad buscaba cómoda vivienda; la mejor pieza tenía que ser su escritorio. Ordenaba libros y papeles, la decoraba con buen gusto, e instantáneamente se ponía a trabajar.
Esa misma noche, aunque la jornada hubiese sido fatigante, se iba al mejor cabaret. Gustaba del gran espectáculo, de las mujeres lindas, de las buenas mesas, de la expansión jubilosa con amigos, sin rebasar los límites del propio decoro. Nunca se cansó de bailar ni de alternar con gentes simpáticas.
¿Cómo pudo soportar cincuenta años esa doble vida de trabajo y diversión?
Por su resistencia y vigor excepcional, porque ponía límites al rendimiento profesional y a las horas amables. Este dominio interno, rara vez trasgredido, lo salvó de terminar en tarambana o calavera. Era, simplemente, un hombre que sabía vivir.
Fue el nómada de dos maletas. En una llevaba sus deberes, en otra sus aficiones.
Por eso le compararon con Metternich y con el príncipe de Broglie, estadístas y mundanos en simbiosis admirable.
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Cristiano por su rectitud moral, tuvo desvíos de pagano en sus reacciones sensibles. Tomóse libertades que familia y sociedad nunca aceptaron. Mas tenía un buen fondo conciencial que siempre lo volvía al buen camino.
No quiero hablar de sus defectos, porque pienso que sus virtudes los disolvían.
Un corazón ardiente, una voluntad entusiasta ¿cómo podrían ser perfectos?
La gloria de mi padre es que conoció el sentido de proporción, supo medirse y al cabo el balance final dice: un gran señor.
No fue esclavo de pasiones ni de cosas. Si aquellas las dejó estallar, sabía también reprimirlas; a éstas las reunió y aventó con espléndida prodigalidad.
Porque la fortuna no consiste en acumular billetes y vivir como pobre, sino en pasar como rico aunque falten los billetes.
Y en éste punto El era maestro de bien vivir.
Culto y atildado pasó por la vida cono flor de civilización. Amó la patria el hogar, los amigos. Gustó buenos vinos y manjares, lindas mujeres, el juego y las apuestas. Surgió en el trabajo, brilló en la conversación. Compartió estudio y diversión. Urbanizó, contribuyó al progreso nacional y cultural. Gran hombre público y varón de amenidades, prestigió oficinas y salones. Por la aristocracia de su espíritu, por la selección de su ingenio, por su saber práctico en modos de conducta, fue profesor de sociabilidad y consejero irremplazable.
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Descontado su impulso renovador en la administración pública, es en Sopocachi donde extrema sus afanes de progreso.
Abrió calles y avenida; trajo el agua potable, el alumbrado, los tranvías; embelleció sus jardines. Nuestra casa era un alarde de limpieza, de orden, de buen gusto. Creo que en Sopocachi vivió sus días más felices.
Fue padre armonioso, digno jefe de familia. Por eso es difícil recordarle sin que las lágrimas acudan a los ojos.
Le veo echando su mano de “Sapolín” a los bancos del parque, o a puertas o ventanas comida por el sol. Después del almuerzo, bajo la fragancia de un rico habano, el famoso “colorado claro” que constituía su delicia cotidiana, fumaba y meditaba, acompañado por mi madre, al aire libre, rodeado por el trino de los pájaros y el aroma de las flores. Buen jinete y mejor ciclista utilizaba ambos medios con destreza. Tocaba la pianola con un gusto especial, que hacía olvidar su calidad mecánica. Era un espectáculo verlo jugar billas. A veces, después de la cena, en las noches lunadas, nos llevaba a dar vueltas al parquecito. Contaba cuentos fascinadores, chistes entretenidas. Un carnaval nos sorprendió con el doble regalo de un aroiris fantástico y un bombardeo de cartuchos de harina. Regalos y juguetes suyos los tuvimos, tal vez no muchos, pero siempre de los mejores.
Tenía una hermosa guitarra en la cual tocaba al oído sólo dos o tres piezas, con tanta emoción, que siempre parecían nuevas: un “wayño” indio, el ”Terremoto de Sipesipe” y luego más. En sus últimos años, un organillo reemplazó la guitarra de días pasados.
¡Y sus cuentos y recitaciones: inolvidables! Como aquel soneto de Chocano que en sus labios fulgía como diamante; o esa graciosísima historia de Cupicho, el perro “kala”, que paseó triunfalmente por diez naciones, ganando más admiradores que un “crack” de futbol.
Fue severo sin ser majadero, tolerante sin debilidad. Nos educó tan hábilmente, que ahora comprendo que esa pedagogía intuitiva, templada, es la mejor herencia que nos legó.
Lo veo salir de la Capilla, después de haber oído misa con devoción. O partir cada mañana a la oficina, alegre y elegante, para volver al anochecer siempre animado y jovial.
Sí. En Sopocachi vivió sus horas más dichosas, en la recogida intimidad de un hogar incomparable.
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Dice Hesse que en cada hombre no hay un solo ser, ni dos, sino varios, tal vez ciento. La multiplicidad anímica es la característica del yo. Y aunque no llegue a desarrollar en plenitud sus posibilidades cada hombre es, en realidad, un hiperpersonaje.
Algo de esto ocurría con mi padre.
No fui testigo de sus veladas sobre el tapete verde, de modo que no puedo imaginar cómo sería el jugador. Pero sí sé que sus mejores amigos, los que más le apreciaban y respetaban, fueron precisamente jugadores. En el hogar fue uno, otro en la oficina. Diplomático, nadie lo superaba. Tuvo algo de comerciante y otro poco de financista e industrial. Poeta y bohemio coexistían con el varón práctico. Para el estudio desarrolló un método, para el dominio organizado del vivir otro. Deportista, político de gabinete, polemista, empresario, ligado a imprentas, diarios, teatros y revistas, tenía pasta de líder, de animador, de propulsor de actividades.
Fue, positivamente, muchos hombres en uno. Alma plural. Pocos disfrutaron el regalo de su genio múltiple y ondeante.
Era un compendio de humanidad.
Aunque su existencia no estuvo orientada a la ciencia ni a las artes, sino más bien al mundo, a la diplomacia y a las letras, evoca el recuerdo de aquel maravilloso caballero Leone Battista Alberti, ingenio enciclopédico que llenó el Milquinientos con la fama de sus talentos y su varia personalidad.
Esa es una de las claves para entenderlo: admitir que fue un alma de almas, una suma de sabidurías.
Y así como Sócrates supo la técnica sublime de encadenar a sus preguntas a filósofos y razonadores, mi padre ejerció el ministerio alado de la mundanidad sin rivales a la vista.
Tanta experiencia, tanta gracia para enseñar deleitando, daban la impresión de un ágora ingeniosa de cien maestros.
Fue único y fue muchos.
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Adoraba las carreras de caballos, esos centros de refinamiento donde el ser civilizado agota sensaciones.
Los hipódromos de París, de Nueva York, de Buenos Aires, de Lima y de Santiago, le vieron de levita, de jaquet, o de saco azul, con los prismáticos en una mano y en la otra el programa de carreras.
Sábados y domingos eran días mágicos. Para El no había delicia mayor que irse temprano al hipódromo, sumergirse en esa onda de frescura del escenario natural: grandes espacios abiertos, manchas de verde, el sol de oro en el cielo azul, el aire lúcido, la multitud multicolor. Luego el desfile de finos y nerviosos animales. Los hombres elegantes, las mujeres deslumbrantes. Terminado el almuerzo, con buenos vinos y un habano voluptuoso, se aprestaba a lo mejor de la jornada: la tensión de las apuestas, el transcurso excitante de las carreras, donde su alma de jugador ardía de entusiasmo.
Escucho, todavía, su gozosa exclamación en el hipódromo de Maroñas, en Montevideo:
-¡Don Tomás, no más!
Don Tomás era un espléndido alazán, uno de los pocos animales que le hizo ganar, entre las mil yeguas pérfidas que se llevaron su dinero.
Gran carrerista fue mi padre. Y creo que nadie le superó en conocimientos del hipismo ni en goce emocional del espectáculo.
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No era el macho violento y posesivo con las mujeres, sino varón distinguido que conquista con inteligencia y delicadeza. Conocía todas las sutilezas del carácter femenino. Sabía tratarlas. Y más que a buena suerte –que le sobró- atribuyo a su fino temperamento de artista el éxito extraordinario de su acontecer amoroso.
De joven y hombre maduro tuvo lances sonados. En edad avanzadas seguía subyugándolas con asombro de mocitos y donjuanes.
Dos botones, entre las mil flores que ornaron su jardín amatorio. A los 24 años, ganó el corazón de Gaby Deslys, famosa artista francesa, amada por príncipes y rajáes. A los 64 años, encantaba a Florence Marly, también francesa, joven y bella artista de cine que despertó polvareda de entusiasmo por La Paz.
Muchas pupilas femeninas debieron empañarse de lágrimas sinceras, en distintos puntos del globo, cuando se divulgó la noticia de su muerte.
Y es justo consignar aquí que su mejor conquista, su amor más duradero, su compañera abnegada y fidelísima, fue doña Etelvina Guachalla, esposa y madre incomparable, la del soneto de Interlaken, que supo comprender y tolerar sus flaquezas como mujer alguna lo habría hecho, y a quien El amó con afecto profundo.
Poco antes de que ella le cerrara sus ojos, mi padre reconoció esa deuda de amor y de bondad a su admirable compañera.
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Era un encantador, capaz de transvertirlo todo.
Tuvo el don de mando y la facultad de creación: todo salía bien organizado de sus manos.
Insuperable en el diálogo, preciso en el consejo, refinado en el matiz. Tuvo la suerte de ser alegre y saber alegrar a los demás. ¡Jamás piloto alguno gobernó su nave más seguro en la tormenta del vivir!
El mundo se tornaba más sencillo junto a El.
Oígo la voz amada resonar en mis oídos: “Todo se puede arreglar”.
O en los momentos de angustia: “Calma, calma; con calma se ven mejor las cosas”.
O en las horas de apuro: “Dios vela por sus animalitos. Ya saldremos de esto”.
Balzac, con todo su genio, no conoció un ser así ni habría podido dibujarlo en la total complejidad de su psicología.
Esa combinación increíble de oficinista y de bohemio, de padre de familia y de clubman, de político y de poeta, de luchador y diplomático, de escritor y hombre de negocios, de estadísta y de mundano, de artista y de empresario, de sibarita y de pionero.
Fué el más grande de los Díez de Medina, Otros podrán aventajarle en virtudes menores; nadie en equilibrio biológico, en plenitud de vida, en acción creadora, en señorío de la persona y del pasar humano.
Si no fuera hipérbole, podría afirmarse que con El se fue el último gran señor.
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¡Don Eduardo! ¡Qué mundo de ternura, de esperanza, de confiada alegría, en estas dos palabras que condensaban la seguridad y el encantamiento del vivir!
Pienso que si a mi madre y a nosotros sus hijos, nos fuera dado elegir guía y compañero, todos volveríamos a escogerlo a El. Y éste es su mejor elogio.
Porque mi padre se elevó tan alto sobre los demás, que su dicha y su recuerdo lucen como una estrella. Y le veo como guardían del pórtico a lejanos mundos superiores.
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Si me dijeran cómo podrían juntarse talento y rectitud, bondad y dinamismo, nobleza y simpatía, aunando la firme voluntad con la más exquisita alma sensible, contestaré que sólo una vez conocí este milagro psicológico en planta humana:
-¡Mi padre!
Y si a sus amigos, a quienes lo conocieron íntimamente se les pregunta:
-¿Quién era ese Don Eduardo, cuyo recuerdo hace latir apresuradamente los corazones.?
Presiento que ellos responderían:
-Fue el Gran Encantador. Un hombre como un mundo. Tuvo un corazón tan noble que desbordaba la cárcel de lo cotidiano. Llevaba en los labios la sonrisa de la vida en flor. Fue maestro y camarada, basculando siempre entre la temeridad juvenil y la madura sabiduría. Su estilo armonioso de vida y pensamiento no se podría imitar. Hombre solar, inolvidable espíritu.
Yo le compararía con el colibrí, misterioso mensajero, inquieto siempre, siempre fulgurante, cuyas alas vibrátiles son un canto de felicidad a la naturaleza.
Porque mi padre fue sembrador de dicha, alado portador de júbilos.
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No. El no se ha ido. Está con nosotros, nos acompaña y nos anima en el transcurso de las horas.
A veces viene a mi estudio y conversamos largamente, en una charla muda que me abre puertas desconocidas de compresión. Lo encuentro en la calle y avanzamos juntos. Se sienta a mi lado en el café. Brota su recuerdo del paisaje, de la música, de los libros. Y así alguién me ve cruzar absorto por el Prado, sin contestar saludos, es porque estoy paseando con mi Padre, y nada me parece mejor que marchar con El, oir su voz amada, sentir que la vida es grata al iflujo de la dulce ternura familiar.
Y pienso que el mejor homenaje al varón insigne que nos legó su nombre, consiste en aplicarle los versos inmortales del “IF” de Kipling, que por designio inescrutable don Eduardo Díez de Medina supo traducir con suprema elegancia de conocedor del mundo y artífice del verso:
SI. . .
Si conservas el juicio cuando otros lo han perdido
mientras te juzguen ellos por tu cordura loco;
si sólo en ti confías cuando estás perseguido,
dejando que la duda se vaya poco a poco;
si esperas resignado, sin cansarte en la espera;
si calumniado nunca devuelves las injurias
porque no sientes cólera y encuentras la manera
sin mostrarte violento, de soportar sus furias;
Si a soñar has llegado, sin ser tu solo sueño
soñar; si pensar puedes sin que tu pensamiento
sea el único norte de tu acción y tu empeño;
si una verdad que has dicho te la devuelve el viento
por labios de villano desvirtuada o torcida;
si no te inmuta el odio de los hombres falaces;
si cuando ves quebrarse la ilusión de tu vida,
con fuerzas, ya gastadas, de nuevo lo rehaces;
Si en un montón reunes ganancias y riqueza,
y arriesgas todo de golpe en una suerte
y ante la misma pérdida, con igual fortaleza,
trabajas olvidando, lo que pudo perderte;
si puedes a tus músculos, tu corazón, tus fibras,
obligarles, gastados, de nuevo a sostenerte;
si luchas, sin desmayo, cuando y apenas vibras
porque es tu voluntad, más que tus huesos, fuerte.
Si hablando a multitudes conservas el buen juicio
y andando con monarcas no caes en jactancia;
si amigos ni adversarios te arrastran hacia el vicio
mientras los compadeces, sereno y a distancia;
si vives en el vértigo y al girar de la tierra
corres con los minutos, sin que nada te asombre,
¡tuyo ha de ser el mundo, con todo lo que encierra
tuyo al fin, hijo amado, porque serás un hombre!
Rudyard Kipling
Traducción de Don Eduardo Diez de Medina
Fernando Diez de Medina, 1956
DICCIONARIO DE LA LITERATURA LATINOAMERICANA
BOLIVIA
UNIÓN PANAMERICANA
WASHINGTON D.C.
DIEZ DE MEDlNA, EDUARDO (1881-1955). Poeta, ensayista, autor teatral, en historiador, internacionalista y hombre público boliviano, padre de Fernando Diez de Medina, nació en La. Paz el 8 de febrero de 1881 y falleció en la misma ciudad el 27 de junio de 1955. Concluido el curso secundario, estudió en la Facultad de Derecho de La Paz, donde se recibió de abogado. En 1899 inició su carrera diplomática como Oficial Segundo del Ministerio de Relaciones Exteriores, habiendo sido promovido al puesto de Jefe de la Sección Diplomática en 1901. Desde entonces desempeñó, como Secretario de Legación, Ministro o Embajador, funciones de la mayor importancia en Argentina, Cuba, Chile, España, Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, México, Paraguay, Pero y Uruguay. Fue, además, Profesor de Derecho Internacional Presidente del H. Consejo Municipal de La. Paz y Ministro de Relaciones Exteriores. Recibió doce grandes cruces otorgadas por gobiernos extranjeros, amén de muchas otras condecoraciones. Negoció y firmó la paz chaco con el Paraguay, en 1938, en Buenos Aires y subscribió distintos convenios con países vecinos y otros en conferencias internacionales. Formuló La «Doctrina Díez de Medina» sobre neutralidad marítima. Colaboró en numerosas publicaciones periódicas del país y del exterior y fundó las revistas literarias Literatura y Arte y Atlántida entre las mejores del Continente en su época, así como la Revista de Derecho Internacional Americano.
Valoración. La obra de Diez de Medina es muy variada: comprende temas históricos, geográficos, jurídicos y literarios. Como estadista y diplomático consagró su labor al estudio de cuestiones internacionales, tratando solucionar las distintas disputas territoriales de Bolivia con las naciones limítrofes. Sus memorias de hombre público aparecieron en la 1955 en La Paz (De un siglo al otro). En la esfera literaria propiamente dicha, fue poeta, cronista y ensayista de relieve. Su famoso poema Mallcu-Kaphaj le valió el primer premio en los Juegos Florales de La Paz, los 1919. Hizo también magníficas traducciones de poetas ingleses, franceses y brasileños. Don Rafael Ballivián lo enjuicia corno sigue: «Aparece literariamente cuando el modernismo espanta y escandaliza todavía a las buenas gentes que leen. Es, por tanto, el enfant terrible que dice y hace cosas que no estaban bien en la rigidez de las excelentes personas de la época. Junto a sus amigos de vida y de libros: Chirveches, Bedregal, Alarcón, etc., anima el ambiente literario de su juventud, publicando revistas, periódicos y hojas sueltas. Por su talento y su nombre estelar es la figura obligada que cruza entre el papel de imprenta, el salón aristocrático y el cenáculo de artista. Dicta la cátedra del bien decir y el pensamiento noble, que oficialmente nadie le concede y que es patrimonio de la persona selecta. Y así necesariamente, obligadamente, Eduardo Diez de Medina es un personaje brillante en la historia de las letras y de la diplomacia boliviana durante medio siglo” (Cordillera. La Paz, año I, nº 2, septiembre-octubre de 1956, p. 55).
Bibliografía. Del Autor: Delirios de un loco [drama en verso], 1900. Breve resumen histórico físico v político de Bolivia, 1901. Martha o los tres lirios poesía,1901.Mariposas poesía , 1903. Bagatelas [crónicas], 1904. Variando Prismas [crónicas 1908]. Estrofas nómadas (poesías), 1913. Paisajes criollos (Crónicas), 1919. Mallku-Khapaj (poema), 1919. El problema continental de Bolivia, 1923. Poesías escogidas,1947. Polémica y discursos, 1951. De un Siglo a Otro (memorias), 1955. (Todas las obras citadas se publicaron en La Paz, con excepción de Triptico sentimental que apareció en Valparaíso. Eduardo Diez de Medina escribió muchas otras sobre temas políticos, jurídicos e internacionales.)
Sobre el Autor. ”Apuntes para un diccionario biográfico boliviano (1825-1915)”, en bolivia en el primer centenario de su independencia. (Nueva York, 1925), pp. 380-381 (Biografía por Luis Sansute). Ballivián Rafael. “Presencia y recuerdo”, En Cordillera (La Paz, Departamento de Publicaciones y Difusión Cultural, Ministerio de Educación, año I, nº 2 septiembre-octubre de 1956), pp. 54-56. Diez de Medina, Fernando. “Perfil de la Literatura Boliviana”, en Thunupa, ensayos. La Paz 1947, (sobre E. Diez de Medina), pp. 127-128. Idem. Literatura Boliviana…La Paz, 1953, pp. 283-284. Finot, Enrique. Historia de la Literatura boliviana, México, D.F., 1943, pp. 284-374-375 y passim. Parker, William Belmont, Ed.”Eduardo Diez de Medina”, en Bolivians of Today. Nueva York, The Hispanic Society of America, 1920, pp. 35-38 (Hispanic Notes & Monographs, III).Sainz de Robles, Federico Carlos. Ensayo de un diccionario de la literatura, II: Escritores españoles e hispanoamericanos. 2ª ed. Madrid, 1953, p. 312. Villarroel Claure, Rigoberto. “Eduardo Diez de Medina”, en Elogio de la crítica y otros ensayos. La Paz,1937, pp. 174-177.
A.G.